En el uso de la naturaleza como portadora de signos estéticos los límites parecen difusos, lábiles y difíciles de apropiar. Porque, a diferencia de la obra de galería o el cuadrito de salón burgués, con sus atemporales mármoles y oleaginosos pigmentos, estos trabajos son engullidos por el medio para el que son, y donde son, construidos. Así pues la obra deviene organismo que, sometido a la entropía natural, sufre y se transforma por las corrientes de aire, los efectos de la luz solar, la erosión del agua… ganándose con ello el respeto del paisaje que le cedió un lugar para portar lo que fuera quisiera decir a quienquiera pasara por allí. Como dijera Haacke “una escultura que reaccione físicamente a su ambiente no puede ser mirada como objeto”.
Entablar una relación dinámica con el lugar a través de signos y marcas, huellas indiciales del paso de alguien. Transformar el medio en superficie de inscripción haciendo del paisaje un todo a descifrar, conlleva la tentativa de ocuparse de lo previo a la realización de un objeto artístico, del antes, y la obligación de mirar el paso de los años contando por unidades milenarias. Es este viaje, no como recorrido, sino como transferencia, lo que es arte.
Una multitud de hilos azules son tensados sobre los pilares de un antiguo puente derrumbado en una zona minera. Salvando el obstáculo natural de un ferroso río rojosangre, una maraña azul remarca su presencia contrastando vivamente con su color. Los frágiles hilos cargan los pilares que antes soportaron el peso de vías de ferrocarril y un constante tránsito de mineral y personas, y sirvieron de punto vital de comunicación entre comarcas de la zona.
Y a pesar de su marcada presencia la pasarela indica una ausencia, un pasado, una línea nostálgica que en su trazo contundente pero frágil quiere llamarnos la atención sobre algo ajeno a ella. Algo materializado en uno de los mayores incendios conocidos en España que calcinó 35000 hectáreas de monte en 2004, con mil evacuados, dos muertos, más de una decena de localidades afectadas, miles de seres vivos quemados y unas secuelas que aún hoy son evidentes tanto en el paisaje como en el ideario comunitario de la zona. Un incendio provocado, intervención humana asoladora, una proposición sin mensaje válido, sin conjura, pero de nuevo, una huella. La pasarela actúa en este sentido como modelo reconciliatorio entre hombre y naturaleza diez años después de la catástrofe.
La habilidad del grupo de creadores de tomar un espacio simbólicamente denso tanto por el lugar como por su historia, permite que esta huella se remonte más allá del suceso. Más allá quizá del pasado minero—otra huella—. Más allá incluso del momento difuso y ajeno al ser humano de la creación del planeta. Y esta prolongación es facilitada por, al menos, dos ejes de observación, el constructivo y el natural. La construcción y la naturaleza en continua lucha cuyo resultado entrópico es la homogeneización sistemática de sus estructuras. Esta configuración exige una doble visión: la del tiempo real y la del tiempo histórico.
Transformación, manipulación y destrucción del medio ambiente, espada bífida de presencias y ausencias. Complejo pararquitectónico que resume a la vez preocupaciones gráficas y escultóricas. Trazo efímero, el hilo azul, frágil, insignificante, forma suspendida que, sin embargo, como la propia humanidad, unida de forma sostenible y respetuosa con el medio formaría una cadena indestructible. Este puente se nos antoja con la suficiente fuerza para sostener el Universo.
PEPE ÁLVAREZ
1 Texto del catálogo publicado por la exposición de H Haacke en la Howard Wise Gallery de Nueva York(enero-febrero) 1968.